martes, 6 de noviembre de 2012

El trabajo de escribir (I)

Fumar es bueno si escribes bien.
Muchos escritores hablan de su labor como algo etéreo, un trabajo inclasificable en busca de la palabra precisa frente a una ventana desde la que se divisa un lago entre la niebla, mientras unos cigarrillos de los que no dan cáncer van exhalando un humo perpetuo que ayuda a pensar y, por ende, a plasmar en unos pequeños caracteres todo un orbe sobre el papel. Un orbe, que es un mundo y el alma del mismo, no uno de esos universos desangelados en los que todo es frío y previsible, no. Lo que se dice un orbe, vamos.

Bien, pues desde aquí quiero manifestar mi total apego a ese modelo si eso me permite entrar algún día, aunque sea tarde (eso sí, me gustaría saberlo ahora para perseverar), a ese universo reducido de artistas y estetas (reitero mi total disposición a entrar en un mundo plagado de estetas) en el que simplemente mirando por la ventana con cara torturada desde un rincón olvidado del norte de algún país (desde el sur no se escribe tan bien), pueda cómodamente pensar en complacer a los millones de lectores que esperan mis textos. Un saludo desde aquí, el pasado, a todos ellos.
Bueno, miro un rato más y luego me voy
a acabar de escribir Fausto.

La labor del escritor, al menos la mía, se nutre de sudor y pijamas y flexos blanquecinos que te dejan un reflejo insalubre en una esquina del ojo. Escribo con ordenador y tengo una silla barata del Ikea que se baja cuando estoy muchas horas sentado. Tiendo entonces a forzar la muñeca cuando uso el ratón y miro páginas de otros blogs que me interesan, picoteo mirando webs de deportes y noticias que me indignan y pierdo el tiempo mientras afirmo que escribo. De vez en cuando acabo algún capítulo (debe ocurrir con una frecuencia semanal, para que todo discurra con normalidad) y entonces sigo escribiendo comentarios en las redes sociales o disfrutando con las ocurrencias de las personas a las que sigo en Twitter. Al fondo, tengo un balcón al que casi no me puedo asomar porque está atestado, e incluso lleno, de trastos. Y desde él no tengo acceso a ningún lago envuelto en la niebla, aunque sí que es verdad que siempre que he salido el vecino de enfrente (a unos 8 metros de distancia) estaba fumando. 

Esta es la labor del escritor, pero también una Barcelona que no es ni teva, ni meva, sino de los miles (no me he atrevido a poner millones, pero seguro) de turistas que vienen a visitarla y que transitan por sus calles limpias y despejadas, menos cuando es más bonito que sean estrechas y torturadas, oscuras y encantadoras. Mi Barcelona no es una ciudad, es un barrio, pero eso ya será motivo de un nuevo post más adelante. Yo sigo escribiendo con mi pijama. Espero no tener que salir al balcón porque me darán ganas de fumar.

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