martes, 17 de febrero de 2015

Las últimas fiestas

Dice Sánchez Ferlosio que 'Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes'. Valga esta frase para iniciar un breve recorrido por lo que se denomina, en términos generales, hacerse mayor. A medida que uno avanza en la lectura de las aventuras de Sherlock Holmes, uno descubre que sus vicios apenas se reseñan al principio de su actividad. Después, las alusiones de Watson se mueven entre lo ambiguo, pero no clarifican más allá del humo denso de sus pipas o de los arriesgados experimentos químicos. Tal vez se preocupe por la salud y haya ya aparcado los excesos de la loca juventud.

Alejandro González Iñárritu
Iñárritu, el insigne director de 'Amores perros', vuelve a la carga con la enésima reinvención de Michael Keaton, el que fue Bitelchus, el que fue Batman y ahora es un hombre pájaro del que nadie parece acordarse. Y en la entrevista que le hacen en El País, no para de aludir a un lejano viaje de juventud, a bordo de un barco llamado Toluca, con el que ascendió por el Mississipi, llegó a España, a Marruecos, a Italia... La sensación que recorre el texto es que las luces de la fiesta están a punto de apagarse. Y sin embargo, sigue trabajando, buscando, rodando películas en la desembocadura del Bow, a 30 grados bajo cero. Alejandro G. Iñárritu ha pasado la frontera de los 50 años. 

El próximo serás tú
En Verges, un pequeño pueblecito de l'Empordà, se sigue celebrando un atávico vestigio de otros tiempos: la Danza de la muerte. Es un vestigio porque hubo un tiempo en que este tipo de danzas eran muy celebradas por todos los rincones de la vieja Europa. En ella, los diferentes personajes van desfilando ante la muerte. Todos y cada uno de los integrantes de la sociedad se enfrentan, igual de despojados, igual de solitarios y desnudos, ante la muerte. Y es una fiesta popular porque la gente humilde se vanagloria y celebra que, en ese duro y último momento, no valgan castillos ni blasones, ni mútuas privadas ni cuentas en Suiza. A esa última fiesta llegamos solos y todos llevamos la invitación en el bolsillo. 

lunes, 16 de febrero de 2015

Winter Sleep

De algunas películas, uno se queda con una sensación de agradable bienestar que le recorre el cuerpo. Mientras se degusta esta película turca de una factura impecable, uno va sintiendo cómo la mente se impregna de ese estado, como si fuésemos un vaso que se va llenando. Todo en esta película va creciendo como si estuviésemos accediendo, desde el truco de la sala a oscuras, a un fragmento de la vida. A medida que la película avanza, uno va simpatizando con los personajes. Desde el protagonista, que se presenta como un sufridor, dedicado a escribir, a crear trabajo, a vivir su vida de rico en un entorno deprimido de la manera más honesta posible (él no tiene la culpa de ser rico), hasta enfrentarnos con un individuo que bajo esas maneras apaciguadas, dulces, vive en una frustración constante por no ser capaz de contentar a todos, por no ser capaz de imponer su esencia (que se esconde bajo su comportamiento) al resto de personas. Su despótica urbanidad, su amarga condescendencia hacia su joven esposa, su tolerancia sumisa y falsa para con su hermana divorciada a la que ofrece un refugio cuando en realidad ella tiene el mismo derecho que él a vivir en ese lugar, su aparente comprensión hacia los problemas de su comunidad pero su intolerancia contra la precaria higiene a la que empuja la miseria, llenan esta película de pequeños detalles que enriquecen el universo que la conforma. 

Todos y cada uno de los detalles se van insertando como en un rompecabezas para construir aquello que los que nos dedicamos a la ficción, llamamos verosimilitud. La progresiva llegada del invierno, que al principio es un viento, una rojez en la cara, una subida de cuello en el interior cálido junto a una estufa o la puesta a punto del coche para afrontar la dura estación, acaba cuajando en una fuerte nevada, que aísla más todavía a los personajes y los confronta no solo a la dura realidad que los rodea, sino a un desafío todavía más auténtico: ellos mismos. Los personajes deben afrontar sus  problemas con aquello con lo que cuentan, apoyándose los unos en los otros, aquello que han sembrado, mientras la descarnada belleza de la Capadoccia se va cubriendo de un manto blanco cruel e impasible, de un estatismo exasperante. 

Por esto, Winter Sleep es una película que, a través de la minuciosidad en la recreación de un universo posible, permite acceder a algunos de los secretos mejor guardados de la ficción: el punto de vista del autor y la construcción de los personajes. La opinión del espectador se modifica a medida que avanza la acción,  mostrando lo necesario para que un personaje sea simpático o retorciendo el discurso hasta que eso mismo por lo que el personaje ha caído en gracia lo transforme en un ser odioso. Y uno, como espectador se siente cómplice de ese proceso, a ratos culpable por haber considerado a un personaje culpable y en otras ocasiones culpable por haberlo considerado un déspota sin haberse detenido a contemplar qué era lo que lo empujaba en una u otra dirección. Rara capacidad en estos tiempos de sombras y grises la de empujar a la reflexión, al detalle, a las cosas pequeñas.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Fama

Hoy, después de mucho tiempo, me he decidido a escribir de nuevo en el blog. Una entradilla que dijese algo de mí y que a la vez fuese ligera, entretenida, que se pudiese leer, vamos. Y empecé a pensar en toda la gente que conozco, en las personas que se han cruzado de alguna manera en mi vida y en lo efímero que es el paso por el mundo. Y claro, la pretensión de este blog, ¿cuál es? Tal vez la de todos: darse a conocer, profundizar en las opiniones de uno y ponerse frente al teclado, como llevo haciendo cada día desde hace ya unos cuantos años y alcanzar un poquito de difusión, un ápice de notoriedad, la pizquita de fama que alguien, mediante la escritura, se puede granjear de aquellos que lo leen. Es por eso que he decidido escribir sobre los diferentes cruces que a lo largo de mi vida, se han dado con personas que han llegado a alcanzar algo de eso que denominamos fama.

Un día escuché a Juan Luis Cano en la radio diciendo que él había ido en el mismo vagón de metro que Mayra Gómez Kemp. Ahora que ya casi nadie se acuerda de ella, puedo decir que yo soy amigo de alguien que vio a Alfredo Landa paseando por la calle. Fue en Granada, paradójicamente, en el Paseo de los Tristes. Rodaba allí una de sus últimas películas, creo recordar. 

En San Salvador, vi a Mágico González firmando autógrafos en un centro comercial. Paseando por Montjuic, Pedro Delgado me esquivó con la bici. Iba él solo, algo despistado, antes de la salida de la ya desaparecida Escalada. Ya había pasado el prólogo de Luxemburgo donde llegó tarde, pero su actitud parecía la misma. 

En Granada también, fui alumno de Luis García Montero y asistí a sus clases con deleite mientras me perdía sus incursiones políticas. Volviendo de Londres, en uno de esos momentos en los que el pánico me atenaza, justo al traspasar la portezuela del avión, sentí algo de alivio al observar que en primera fila viajaba Morgan Freeman. Esto no se cae, amigos; aquí viaja el presidente de los Estados Unidos, pensé yo. El primer presidente negro, no ese impostor de Obama.

En Razzmatazz 2, un domingo por la mañana, hicieron un concierto para niños en el que tocaban varios grupos para ellos y una cantante anglosajona venida a menos que ahora no recuerdo para nosotros. Es igual, no era con ella con la que me sentí impregnado de ese halo de estar cerca de la fama por unos segundos; entre el público estaba el actor hispano alemán (o germano-catalán, no sé muy bien) Alex Brendemühl.

Un día, tuve que llamar la atención a Joan Herrera, el insigne político d'Iniciativa - Els verds, para que dejase libre la pista de squash. Había rebasado su hora. En la Mar Bella, uno de esos lugares de Barcelona que están a medio acabar, vi a Celades (el ex-jugador del Real Madrid) jugando apasionadamente a ping pong con un amigo.

Unas vacaciones fui a Málaga con Laia, mi compañera, con la intención de llegar hasta Tarifa en un coche alquilado. Como no habíamos reservado y era Semana Santa, allí no había ni un triciclo libre. La amiga de Tarifa que íbamos a visitar trabajaba en el restaurante de Ana Torroja, que muy amablemente convenció por teléfono al señor alquilador de vehículos de que SÍ tenía, casualmente, un coche disponible.

Tal vez me deje algo, como el año que el exfutbolista del Barça, Óscar García Junyent, compartió una valiosa hora cada dos o tres días con nosotros en la facultad o el novio de una amiga, que habló por teléfono con Keanu Reeves. Pero todavía me queda por escribir lo más importante de todo: una vez, en la cafetería de una estación, le serví un cortado a Antonio López, el pintor de membrillos.

Foto de twitter (@lwtuaznar) donde aparecen unos membrillos,
especialidad de Antonio López.


jueves, 9 de enero de 2014

Minucias

Bio ahora es Activia
Estaba yo pensando, cosa que trato de hacer habitualmente para no perder el hábito, en las pequeñas cosas que se han ido modificando a lo largo de mi vida. Y entre esos recuerdos, aparecieron aquellos yogures de la infancia, cremosos, de un sabor suave e intenso. Danone, eran; este es mi blog y creo que puedo decir lo que me venga en gana. Eran, la verdad, realmente buenos, o al menos así los recuerdo yo, con su desnudo etiquetado en blanco y azul, sin cartonaje, en agrupaciones de a cuatro. Luego, a cierta altura de la adolescencia, aparecieron los Bio, con su característico verde intenso, que al principio asustaba un poco, un color ciertamente agresivo para el envoltorio de un yogur. Y los yogures de siempre, empezaron a asemejarse poco a poco a algo muy similar a una puta mierda. El gusto empezó a desvanecerse, el suero fue aumentando paulatinamente su presencia hasta dejar de ser ese traguito gustoso previo al primer ataque de la cuchara para convertirse en un problemón si no tenías un desagüe cerca. 

Entonces pensé que tal vez, en su afán investigador, los ingenieros químicos de la conocida marca de yogures (es Danone, por si os habíais perdido antes), tal vez no descubrieron un producto mejor, una nueva bacteria que digería mejor la lactosa y transformaba la leche en yogur con una sabiduría y un estilo nunca vistos con anterioridad, sino que habían descubierto una que lo hacía peor pero más barato, aumentando en gran cantidad el peso final del producto aun a costa de aguarlo y, simplemente, cambiaron el envoltorio del producto primero y pusieron el nuevo con la etiqueta de uno que ya tenían, el único, su producto, El Yogur. Y para darle empaque, tradujeron el nombre de lo que ya fabricaban: lactobacilus bifidus. Pero no, seguro que no fue así.

Más adelante, con algunos años más en el zurrón, paseaba por alguna de esas ciudades castellanas rodeadas de llano y me preguntaba por qué coño se dedicaban a construir a cinco o diez quilómetros del centro si a quinientos metros había unos solares estupendos esperando que entrasen las excavadoras. Me decía si no sería un tic de gran ciudad, con urbanizaciones a cierta distancia en las que obligatoriamente has de tomar el coche hasta para ir al lavabo.Y alguien me tuvo que explicar que construían así, de fuera hacia adentro, porque en tal caso eran esos pisos del extrarradio los que marcaban el mínimo. Por aquel entonces, el concejal de urbanismo era primo del que construía, claro, así no venía nadie a los tres meses de iniciar las obras en el quinto pino y levantaba otras al ladito del Corte Inglés. 

En fin, que lo de las preferentes no se inventó ayer y Urdangarín no habría hecho nada si no fuera por esos correos infames que violentaban la confianza de una Grande de España, los contratos en negro de hasta sí mismo y el desvío de unas mínimas decenas de millones de euros a paraísos fiscales. En realidad, al trullo no tendría que ir el que pone un precio exorbitado a una mierda (no querría yo ver a Ágata Ruiz de la Prada en prisión, desde luego; como mucho, en arresto domiciliario), sino al que compra una mierda con un dinero que no es suyo. Vaya, que me ha dado hoy por pensar en las intrincadas minucias del gato por liebre.  

martes, 31 de diciembre de 2013

Holocausto

Jan Karski, sin las cicatrices en la cara por la tortura a la que
 lo sometió la Gestapo
Con un título tan demoledor, simplemente me gustaría establecer una reflexión sobre el papel del arte, un ladrillo más (espero que no literalmente) en la eterna reivindicación del arte como modificador del comportamiento humano o simplemente la manifestación externa de ese comportamiento. En el caso de la escritura, que es el único arte al que  pretendo acercarme como autor, la línea que separa la creación pura de la mera descripción, el Arte de la artesanía, resulta siempre de una finura casi inaprensible, hasta el punto de que la realidad de los hechos llega a carecer por completo de importancia. 

Una de mis últimas lecturas ha sido la explicación del papel de la Resistencia polaca durante la ocupación nazi por parte de uno de sus protagonistas, Jan Karski. El paseo por sus páginas ha resultado ser apasionante, asistiendo a hechos que solo pueden ser fruto de la realidad, contados con un estilo sencillo y a la vez terriblemente certero. Se le concede ser el primero en dar a conocer ante el mundo las atrocidades del ejército de Hitler y en atribuir la culpa, aunque fuese someramente, a todo el pueblo alemán, por acción o por omisión y, un poquito, al resto de potencias aliadas, que si no entraban a pararle los pies a Hitler, debía ser por desconocimiento de sus acciones. Quien en 1942, en Europa, ignorase esas acciones es que no ponía mucho de su parte.

Hay dos capítulos de los más de treinta con que cuenta la obra, en los que Jan Karski se detiene a describir la vida en el gueto de Varsovia y la manera como se ejecutaba la solución final. Nunca, en la infinidad de películas sobre el holocausto judío, he podido identificar esa manera tan cruda, tan brutal, tan espeluznante. El campo de concentración era el de Belzec, aunque en las notas se dice que tal vez fue un error y el campo era otro cercano, Sobibor o Treblinka. En cualquier caso, en aquel campo los alemanes se habían ahorrado incluso la instalación de hornos crematorios o cámaras de gas. El campo estaba en un descampado cuyos barracones estarían preparados para albergar a unas 1.500 personas. Karski afirma que el día que él se infiltró debía de haber más de 4.000. Los judíos (y también zíngaros, como dice Karski) que pasaban unos tres o cuatro días en el campo, no habían recibido ningún tipo de agua o comida durante ese tiempo. Algunos cadáveres se repartían entre el fango. De repente, a cierta hora de la mañana, el comandante del campo reclamaba mediante la estridente megafonía a los judíos que se aprestaran a subir al tren, al que se accedía por un pasillo entre la alambrada, custodiado por diferentes guardias y perros. A parte de las palabras, que prometían un traslado a un campo en mejores condiciones, también se realizaban disparos, que al ser lanzados hacia la multitud, siempre encontraban carne donde morder y la azotaban como si de una marea humana se tratase. Los judíos se amontonaban y se apretaban, corrían por el pasillo hasta llegar a las puertas del tren, donde los alemanes les volvían a disparar para que refrenasen en cierta medida sus ansias y nadie se fugase. Los vagones, con una capacidad para unas 40 personas de pie, llegarían a albergar entre 120 y 130. El proceso duraba horas, puesto que el tren era el más grande que Karski había contemplado jamás, con más de 50 vagones. El número de víctimas resulta aterrador si uno se pone a multiplicar. Por vagones, por días, por meses, por años... Las puertas se cerraban entonces sobre los miembros de los que habían subido los últimos. Afuera, decenas de víctimas yacían inertes, a medio camino del convoy letal, por disparos, por asfixia o pisotones, por debilidad acumulada. 

La crueldad culminaba ya en la oscuridad del interior, impregnado cuidadosamente con cal viva. Cuando el hacinamiento empezaba a subir la temperatura y la humedad del sudor y la carne entraba en contacto con la cal viva, esta empezaba a hervir. El convoy avanzaba lentamente, sin prisa, unos 130 o 140 kms, hasta llegar a ningún sitio en mitad de la llanura polaca. Tres o cuatro días después, otros destacamentos de judíos, estos sanos y jóvenes, los pocos que quedarían ya, vaciaban los vagones. En el interior no debía quedar ya más que carne en descomposición mezclada con los harapos. Todo ese amasijo lo enterraban en grandes zanjas que iban cambiando a medida que se llenaban.  

Nada, de lo visto o leído por mí hasta ahora, supera esta narración de los hechos. 

Y mi duda, en estos momentos, y a la luz del testimonio de Karski, de la dificultad de que la narración de unos hechos tan atroces, que no sólo buscaban el exterminio, sino la desnaturalización de todo un pueblo, la deshumanización de una raza (¿es una raza, el pueblo judío? ¿El judaísmo no atañe a las costumbres religiosas?), es si quedará su testimonio en los siglos venideros, si algún día, cuando yo le explique esto a mis hijos, no lo escucharán con el mismo sano escepticismo de quien vive confortablemente y piensa que el otro exagera.  

Por otra parte, no hay mayor reflejo de la determinación de ese exterminio que un episodio que aparece en la película de Polanski sobre el best-seller del pianista Szpilman. Un oficial de las SS, enfadado, con un mal día, obliga a una serie de trabajadores a tumbarse en el suelo. Luego los va aniquilando uno a uno de un disparo en la cabeza. El último, hace tiempo que sabe la suerte que correrá, pero además, cuando llega hasta él, escucha el disparo metálico y el cargador se ha vaciado. Tranquilamente, el oficial saca uno nuevo de su cinturón, retira el gastado, repone el nuevo, carga y dispara. Esos segundos, con la cara del nazi concentrado en acabar su acción, resultan de una inquietud extrema, mientras abajo, el judío espera su momento y los que quedan, sumidos en el dolor y la duda de si serán los siguientes, sienten la terrible culpa que explicaba Primo Levi, de no haber hecho nada, de desear la vida propia por encima de todas las cosas, en un acto egoísta que define al hombre mejor que cualquier otra cosa.

Deseo, en este último día del año 2013, que nunca se olviden las lecciones de la historia. 




jueves, 3 de octubre de 2013

La duda

Valverde, tercero en la vuelta 2013
El otro día sucedió el Campeonato del Mundo de ciclismo, una prueba de un día que cada año se disputa en una ciudad. Normalmente de renombre. Al año que viene, en principio, Ponferrada. Esta prueba que pretende disputarle el honor de escoger al mejor ciclista del año al Tour de Francia (y no lo consigue, claro) es una clásica en el estricto significado de la palabra. Las clásicas son pruebas de un día disputadas sobre un kilometraje extraordinario y con recorridos que no destacan por la dureza de las montañas que se suben (más bien al contrario). Pues bien, en esas pruebas de un día, es donde uno puede disfrutar al máximo del ciclismo. En el tour no existe la duda: gana el más fuerte. En las clásicas, hay que tener mucha convicción para ganar, ser el más listo y acertar con el ataque en el momento adecuado. Una mala noche, un exceso de victorias anteriores y por tanto, de confianza, la falta de comida, un pinchazo, una caída... todo eso parece que convierte la victoria en puro azar. Nada más lejos de la realidad. 
Valverde, tercero en la Lieja-Bastoña-Lieja
En ese campeonato pasado, ocurrido el domingo en la bella Florencia, además, se da el hecho de que se disputa bajo selecciones. No hay equipos comerciales, aunque cada uno lleva el nombre del equipo en el culotte y cada año suele haber polémicas cuando ciertas selecciones se amparan en otras cuyo único vínculo es que algún corredor comparte equipo comercial. Bueno, pues el domingo pasado sucedió un hecho que pocas veces se suele dar: entre cuatro corredores que disputaron la carrera al final, había dos de la misma selección. Y el que ganó fue un tercero. Obviamente, eso no puede suceder, a no ser que haya una subida durísima y el otro demuestre ser el más fuerte. 
No fue el caso. Mientras por delante iba el ciclista que rompió la carrera, castigado ya por su esfuerzo, pero todavía lo suficientemente entero como para defender su renta con uñas y dientes, por detrás el compañero solo se debía ocupar de controlar a los otros dos, de ponerse a su rueda (mucho menos desgaste físico, aclaro para los no iniciados en las artes del ciclismo). Pero hete aquí que llega una curva, un poco húmeda (había llovido todo el día y sólo al final salió tímidamente el sol), y el tercero, el menos favorito arranca justo antes, sentado, sin dar un fuerte hachazo. Y en esa curva coge 5 metros. Y el que lleva el compañero delante duda, espera a la rueda del otro enemigo, ya cansado, que sabe que la obligación del que le sigue es controlar y saltar. Pero la duda le atenaza el cerebro, obstruido no por las pulsaciones, sino por las consignas repetidas mil y una veces (a rueda, a rueda, que no se te escape Nibali, contrólalo, hazte un palmarés, el Tour es lo primero...) durante toda una carrera profesional, a veces pasando por encima de su propio talento, de su instinto ya perdido para las pruebas de un día, su velocidad en el esprint y entonces, los esquemas básicos del ciclismo se rompen. Los 5 metros tras la curva se han convertido en 20, en 30. Y ahora se da cuenta del error. Pero han pasado 5 segundos y es demasiado tarde. Llevas 270 kms en las piernas y una vida luchando por quedar tercero en el tour... Tuyo es el bronce, Alejandro.

Valverde, tercero en el Campeonato del
Mundo 2013

martes, 17 de septiembre de 2013

Una biografía y una novela: Gore Vidal

En los últimos tiempos he tropezado (y digo tropezado porque así es como uno va descubriendo autores, libros, poemas...) con dos obras del escritor estadounidense Gore Vidal. La primera fue su autobiografía, escrita bajo el título de Una Memoria. Con ese título se expone a las claras lo que en sus páginas destila: posicionamiento, opinión, personalidad. La suya, la de alguien que se acercó a los grandes momentos culturales y políticos de su época con una mirada sagaz y casi siempre crítica. El único libro en el que se dice que Kennedy fue un megalómano que en muchas ocasiones pensaba más en su polla que en el país. Incluso se dice también que de no ser por las buenas maneras y la comprensión de Krushev, el holocausto nuclear hubiera sido una muesca más, tal vez la última, en la estúpida historia del siglo XX.
Gore Vidal a los 21 años. En Antigua (Guatemala)
escribió con voracidad

La otra es su monumental novela Creación, la historia del nieto de Zoroastro, Ciro Espitama. en el olvidado y denostado Imperio Persa, azote de los griegos, dominador de Egipto, Babilonia, y todo el Asia occidental. En ella, la novela toma la forma del testimonio biográfico, donde el joven Demócrito, sobrino griego del decrépito y ya ciego Ciro Espitama, toma nota punto por punto de las digresiones narrativas, de las historias vividas en Catay (la China Imperial) y la India como embajador del Gran rey Darío y la grandeza de aquellos lugares frente al sencillo y falso mundo griego. La voz del joven Demócrito aparece en dos ocasiones, muy cerca del final, para denunciar las irregularidades y las incoherencias de una mente despierta, la de su tío, que asegura estar dictando sus notas. Pero ante todo, como en el caso de la autobiografía, Gore Vidal alerta al mundo de una verdad desconocida, la pervivencia de una historia que sólo resiste por la importancia del presente, por la necesidad de Occidente de forjar una leyenda de tradición secular: el Imperio Persa estaba muy por encima del griego y no sólo en cuanto a poderío militar.

Mediante estos dos ejemplos pretendo ilustrar ese gran hallazgo llamado novela y que no es más que un cajón desastre en el que todo tiene validez: desde la biografía apócrifa, hasta el testimonio de un hallazgo, y cómo, los propios géneros aledaños (qué es la vida sino una novela-río) también la alimentan. En su biografía, Gore Vidal, ya convertido en el viejo Ciro Espitama en los que supone sus últimos días, escribe su historia, a veces con orgullo, a veces con cierto pudor, pero siempre desde su perspectiva, sin callarse opiniones que podrían considerarse dolorosas para los afectados. Tampoco se calla el resentimiento para con alguno de ellos, de manera que la escritura se muestra como lo que es en muchos casos: una terapia, un mecanismo, un modo de vida. Se podría decir que Gore Vidal sólo existe cuando escribe, como si la pulsión cartesiana de la vida se concentrara en esta actividad artesanal, la forma que impone el pensamiento, la estética que marca la ideología… Para Gore Vidal, la línea que separa realidad y ficción es casi inexistente, apuntalada por la pequeña anécdota de que los personajes sean inventados o hayan existido. Pero, en realidad, ¿qué importa eso?