martes, 15 de enero de 2013

Barcelona, la ciudad (in)habitable III: Chernóbyl

Quien vaya teniendo una edad no puede dejar de recordar una catástrofe de las que marcan para toda la vida, que en su momento tuvo una repercusión semejante a la de los tsunamis de Japón y de Tailandia: el desastre de Chernóbyl. De hecho el holocausto nuclear, perífrasis que engloba el terror al progreso de una energía temida y temible, se engloba en ese topónimo. Chernóbyl es hoy en día el lugar del horror, un pueblo abandonado en donde sólo se aventuran periodistas en busca de notoriedad. Nadie vive en sus aledaños.

Hace poco se decidió en referèndum que
las torres se conservarían en el futuro
espacio público. 
En Barcelona hay un sitio conocido así popularmente y es uno de esos lugares que definen a una ciudad. Barcelona, como todas las grandes ciudades, está hecha a costurones, puntadas, la mayoría de las veces azarosas, o cuando menos no planificadas, por las que se cuela la miseria o el lujo, la espontaneidad, la belleza y la horripilante dejadez de la puerta de atrás. Barcelona está en la ladera de la sierra de Collserola y limita por el sur con el río Llobregat (cuyo curso ha sido modificado en un alarde de progreso que tal vez un día se acabe pagando, porque las aguas siempre vuelven a su curso) y por el norte con el río Besós, tradicionalmente infecto y hoy convertido en parque fluvial y simultaneado por gays y pescadores en su desembocadura. Pues bien, un poco más allá de la ciudad, en uno de esos pueblos limítrofes que se diferencian de un barrio únicamente por el mobiliario urbano y a veces ni por eso, se recorta majestuosa contra el mar la silueta de las tres torres de la antigua térmica de Endesa. A la sombra de sus más de 200 metros de altura, la maleza se mezcla con la arena de la playa, con el hormigón de los conductos oxidados y un pequeño laberinto de túneles y puentes y caminos construidos al abrigo de los pasos arrastrados de quien allí se acerca fuera del verano. En su mayoría yonkis que van a picarse y a ofrecer sus favores sexuales y viejos que los compran.

Este Chernóbyl, como el otro, es un lugar decadente, acabado o en trance de ser despiezado, teñido del veneno invisible del progreso, que deja fuera a quien no osa subirse a su tren. El que por allí pasa no puede dejar de verse contaminado por el conocimiento de la puerta de atrás, por lo que implica una gran ciudad, con sus luces y sus sombras. Y ese veneno no deja indiferente porque en realidad cataloga más a una ciudad que cualquiera de sus rascacielos, sus monumentos de insignes arquitectos del pasado (en esa Barcelona que alterna Calatravas con Gaudís, estas tres torres con el inmediato Fórum), o sus más famosas avenidas.

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