lunes, 17 de diciembre de 2012

Muerte de un ciclista

Poco más se puede añadir a la imagen. El conductor está
apenado, pero el ciclista está MUERTO.
En 1955, se estrena en España la película Muerte de un ciclista, en la que una pareja en pleno recorrido adúltero en coche, atropella a un ciclista en una carretera solitaria. Deciden no denunciar el hecho para que la policía no los descubra. En aquellos años la España profunda (podríamos decir que más de la mitad del país), no tenía tele ni radio en casa, en multitud de pequeñas aldeas ni luz, salía de la pesadilla del hambre de la posguerra y empezaba a asomarse al mundo desde el ventanuco de cristal translúcido que permitía la sangrante dictadura. Desde entonces, las prioridades de los conductores, no han cambiado.

En dos meses, dos ciclistas profesionales han perdido la vida y ello, aunque no sea diferente de los ciclistas anónimos que cada año caen en las carreteras, sí le concede una dimensión especial: dos profesionales, dos experimentados ciclistas que saben que uno no se puede alejar de la raya que delimita el arcén. Y sin embargo han caído. No, los han tirado.

Iñaki Lejarreta, un nuevo ciclista fallecido.
El conductor seguramente estará apenado, destrozado por lo que ha hecho, y además estoy seguro que no lo volverá a hacer. Pero, ¿qué pensó en los instantes anteriores al atropello mortal? Joder, joder, llego tarde, a ver si en esta curva, si viene un coche freno, o tal vez, pensó, voy a pasar cerquita, hombre, qué es eso de invadir mi carril, que se acojone, coño, ya verás como no lo vuelve a hacer... No lo sabremos nunca, ni él será del todo sincero, seguro, en sus declaraciones. Repito; de lo que no dudo es del actual arrepentimiento, del dolor que tendrá dentro.

En estos casos, siempre recuerdo la figura de aquel prometedor ciclista que era Antonio Martín, cuando, circulando por una ancha y solitaria carretera de la Sierra de Madrid, en paralelo, charlando con un compañero, un conductor de furgoneta lo desnucó con su espejo retrovisor. Murió antes de caer al suelo. En las sucesivas reformas de la ley de seguridad vial, han ido poniendo sucesivas prescripciones al ciclista (y algún derecho, como el de circular en paralelo por arcenes que lo permitan: ¿existen en este país? ¿Alguien se preocupa de que sean transitables para una bicicleta de carretera?), hasta el punto de ser de los pocos lugares del mundo en el que el uso del casco es obligatorio en vías interurbanas (no lo es en Francia, en Holanda, en Dinamarca, países señeros en el uso de la bicicleta. ¿Por qué aquí sí?). Seguro que algún ciclista se ha llevado una multa o una reprimenda por ello, o por saltarse un semáforo, o por circular en paralelo o en grupo. Tal vez las aseguradoras se hayan ahorrado un buen dinero en indemnizaciones por ello (no lo llevaba bien colocado, estaba en mal estado, no está homologado, lo compró hace siete años y había caducado). Según estudios de la comisión ciclista presidida por Pedro Delgado durante años, nunca, en ningún caso, bajo ninguna circunstancia, un conductor ha llegado a recibir una multa por no respetar la distancia de seguridad.

Seguro que alguien todavía es capaz de decir eso tan manido, que proviene de los tiempos oscuros de la dictadura, siempre por parte de los vencedores, y que lo mismo sirve para justificar un ojo morado en una mujer, como las torturas en las cárceles, como a los heridos por pelota de goma en las manifestaciones: algo habrá hecho.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Barcelona, la ciudad (in)habitable I

Skyline imaginado. Faltan el sol y la paela.
Barcelona tiene una importancia relativa en La última fiesta. Es la ciudad en la que viven los personajes y en la que se desencadenan los hechos que han empezado en otros lugares tan distantes como la Costa del Sol, Islandia o Afganistán. Su aparición está vinculada al viaje a la gran ciudad, a la Barcelona turística que se visita, pero también a la ciudad que acoge la emigración en los años 70, la niña mala del franquismo, donde existía un ápice de libertad o de travesura que no acababa de llegar a rebeldía y que en el resto del país ni llegaba siquiera a atisbarse. Pero Barcelona es también un lugar de paso, un hogar transitorio en el que hacerse un hueco hasta encontrar el lugar definitivo. Una macrociudad que devora, cuyas cuestas empujan hacia el mar, ya no tan sucio como antaño pero tampoco sano. 
En mi experiencia de habitante disgustado durante años, de niño del extrarradio y de visitante hastiado de las colas del centro, la ciudad adolece de muchos de los defectos de las grandes conurbaciones, exagerados en ella hasta límites inauditos al comprobar la diferencia entre los lugares frecuentados por el turismo de masas y los barrios donde viven sus habitantes. "La ciutat de les persones" que reza el marketing institucional que pagamos entre todos y nunca he sabido para qué sirve, debería matizarse y concretarse en "les persones" que vienen aquí a gastarse la pasta. Qué saca la ciudad de todo esto, es una pregunta que deberían hacerse los que siempre tienen a punto el sintagma "La marca Barcelona".
Quema del Convento de las Escolapias, durante la Setmana Tràgica.
Pero también hay una parte que me gusta, que de vez en cuando me reconforta y que relativiza mi desprecio. Barcelona es también una ciudad de rincones perdidos, de barrios de gente y monumentos de historia humilde, anecdóticos o de heroica mínima. Vivo en Camp de l'Arpa, un barrio de calles estrechas que supo poner freno a ese monstruo cuadriculado y ruidoso que es el Ensanche (no entiendo las sucesivas reivindicaciones acerca de su instigador y de los que lo construyeron: desde aquí quiero dejar claro que el Ensanche, l'Eixample o como lo queráis llamar, es un monstruo). Las expropiaciones se encontraron con la resistencia vecinal allá por los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX y que conserva un encanto menesteroso, de tiendas abiertas (gestionadas por inmigrantes en su mayoría) y vecinos hablando en mitad de la calle que deben subir a la acera en las pocas ocasiones en que un coche pasa. Un barrio trabajador de noches desérticas y fiestas pobladas, de mañanas de barra de pan y tardes de castañas, de familias y okupas y huertos vecinales autogestionados. Un barrio con personalidad y que puso freno a un Ensanche que, de otro modo, quién sabe si hubiese llegado hasta Zaragoza.